La habitación de los
jaguares
A
simple vista parece blanca la habitación, pero tiene una pizca de beige que la
hace cálida. La ventana me trae niebla y una luz ligera. Puedo ver el bosque
difuso, el verde ganándole al blanco estridente de la mañana. La ventana es
grande y atrevida. Aquí hay dos mesas, una color café y otra color canela.
Sobre las mesas hay desorden. Libros, cuadernos, lápices, películas piratas,
una cinta de costurera y un rollo de papel de baño, algo arrugado, amarillento.
En la mesa de al lado, la de color café, hay dos entes, uno escribe concentrado
en su computadora, el otro duerme enroscado con las patas estiradas hacia la
ventana, que ya le regala algo de calor. Pero aún hace frio. Frente a mi hay un
mueble simple con puertitas. Está viejo y cansado. Este mueble es la cosa más
llamativa del cuarto, no porque realmente valga la pena, sino por lo que
sostiene. Sobre él se posan jaguares. Variedad de jaguares, de madera, lana,
piedra, barro, pintados en tela, en calendarios, invocando a los antiguos mayas
y al moderno consumismo. Los hay imponentes, elegantes y también ridículos.
Están esperando en su altar, cubiertos por una capa de polvo, acompañados por
una cícada, planta del carbonífero, por una bola de obsidiana y una veladora.
Al levantar la vista no puedo evitar fijarme en ellos. Esto no es solo un
cuarto de estudio, es un santuario de figuritas endiabladas que quieren
simbolizar quien sabe qué. En mi humilde opinión, juntan mucha mugre, pero alcanzan a la
perfección el altísimo arte de desconcentrarme.
Genoveva
Pignataro
5
de febrero de 2013